No fue de pronto sino lentamente que algunas palabras se le fueron perdiendo de la boca, de la lengua y de la voz
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Los que trenzan los hechos históricos con la ficción tal vez escriban algún día que en su memoria había un espacio con un poco de candela permanente donde quemaba de vez en cuando y para siempre las palabras que ya no le servían para “el proceso”. Democracia y soberanía popular fueron las primeras palabras que el presidente Chávez dejó de usar con frecuencia. Poco a poco “la revolución” ocupa el centro del discurso y el socialismo del siglo XXI deja de ser nombrado antes que nadie, ni el propio Chávez, pudiera explicar en qué consistía. Ahora habla de socialismo a secas.
Con el transcurso de los años la voluntad del presidente sustituyó a la voluntad general, a la voluntad del pueblo, porque él, el comandante presidente, es el pueblo convertido en líder destinado a gobernar “hasta el 2031 y más”; aunque a él le “gustaría retirarse a la orilla de un río en el alto llano pero si el pueblo (me) lo pide estaría dispuesto a permanecer en este cargo hasta el fin de mis días”. Eso es monarquía.
Entretanto, los ciudadanos que nos oponemos a este auto designio, que creímos que la Constitución consagraba derechos inalienables e intocables a favor de las personas, solicitamos un referendo revocatorio y pasamos a conformar la fascista lista de Tascón, que disminuye la ciudadanía. A partir del golpe de Estado del 11A, del insensato paro petrolero, de la ridícula comparsa de la Plaza Altamira y del afloramiento de odios sociales por parte de una derecha política que el mismo Chávez creó, decretó y diseminó, el discurso presidencial derivó hacia la cosificación de los adversarios: apátridas, traidores a la patria, pitiyanquis, burgueses, enemigos… Chávez, con ese discurso (y con sus actos), se aparta ideológicamente de la democracia, de la representación popular, del respeto a los derechos fundamentales, del respeto a las minorías, y transita el camino de los totalitarismos históricos que, al cosificar a los adversarios, prepararon el camino de la represión sin límites.
Mientras Chávez consumió largas jornadas en su afán de explicar su régimen socialista, su antiimperialismo y su contribución al nuevo orden político del mundo del que él era uno de los salvadores (salvador del mundo), la realidad se ensañaba con los venezolanos: homicidios, robos, secuestros, costo de la vida, desempleo, deterioro de los servicios, ruina hospitalaria, y los presos estableciendo una federación de cárceles autónomas con gobiernos y ejércitos propios...
Hay, por lo menos, dos países: el que tiene el presidente en su lengua y sus ideas y el de los puentes que se caen, el de los homicidios y la corrupción.
Chávez hasta ahora cambió los nombres que quiso, se autonombró legislador, desenterró los restos de Bolívar para jorungar los motivos de su muerte, pero no pudo desterrar la idea de soberanía popular del imaginario venezolano. Por eso fracasan los llamados consejos comunales antes de crecer, porque la gente no se traga la idea que le digan que ellos son los que mandan para que después decida por ellos un burócrata o un comisario político con una camisa y una gorra roja como únicas ideas. Por eso fracasa el llamado control obrero, porque a los trabajadores les dijeron que ellos decidirían en las empresas y en cambio les pusieron unos cuantos corruptos para que mandaran: el soberano no es Chávez, es el pueblo.
Se me ocurre pensar que parte del olor a victoria electoral que acompaña a Capriles en todos sus actos políticos deriva en buena medida de su talante democrático, de su disposición a escuchar al pueblo, de hacer un programa de gobierno no con un pastiche ideológico que al pueblo no le interesa sino con la solución de los problemas de la mujer, del hombre y de los jóvenes venezolanos. Los actos políticos de Chávez se parecen cada vez más a una coreografía milimétricamente preparada por Joaquín Riviera, el del show de Miss Venezuela, los actos de Capriles son espontáneos, naturales y llenos de entusiasmo porque la gente acude con espíritu democrático, a sabiendas de que no es Capriles el que decide sino el pueblo, que cree que Capriles puede representar democráticamente a todos los venezolanos, demócratas y chavistas.
Tal vez la diferencia se vea clara si nos percatamos de que no existe (y ojalá no exista jamás) el “caprilismo”; en cambio el chavismo, que es ante todo un antidemocrático culto a la personalidad, es estimulado y exigido por el propio Chávez. Con Capriles han regresado a la política venezolana la democracia y la soberanía popular. Por eso también está ganando las elecciones.
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